Por Jorge Volpi | 2 de enero, 2015
Aunque vivimos en un torrente caótico, no podemos resistirnos a proveerle cierto orden a los acontecimientos: De allí nuestra obsesión por calificar los años como buenos, malos o regulares, como si fuesen cosechas. Cabría decir entonces que, en términos globales —a México dedicaré mi siguiente columna—, 2014 fue cuando menos mediocre. A diferencia de esos años extraordinarios en los que todo parece conjuntarse para darle un vuelco a la Historia (pensemos en 1989, 2001 o incluso 2008), éste estuvo plagado de decepciones y promesas incumplidas, marcado por la grisura y la mezquindad desde sus inicios.
Pero 2014 tampoco fue, como vaticinaban los fanáticos de los aniversarios, un reflejo de 1914, cuando comenzó la Gran Guerra. Si bien llegó a creerse que el orden global podría volar en pedazos cuando Putin rompió el principio de inviolabilidad de las fronteras, sus bravuconadas no llegaron a provocar un conflicto generalizado. Aun así, la ilegal anexión de Crimea no dejó de ofrecer una señal ominosa que ninguna sanción económica logrará revertir: la idea de que basta una demostración de fuerza para que un hecho semejante sea tolerado como un fait accompli.
Tampoco hay olvidar que, para llegar a este desenlace, mucho tuvo que ver la incongruencia con la cual la Unión Europea, Estados Unidos y numerosos comentaristas liberales apoyaron un golpe de Estado en Ucrania e impusieron una abstrusa versión oficial de los hechos. Que su gobernante fuese impopular —y con claras tendencias represivas— no es argumento suficiente, pues enmascara que decenas de pares suyos, tanto o más impopulares y represivos, jamás reciben un apoyo paralelo por parte de la preocupada comunidad internacional.
Menos visible que la insólita desaparición del vuelo 370 de Malaysian Airlanes fue el secuestro de 276 jóvenes en Nigeria por parte de los radicales de Boko Haram en marzo: un nuevo (y efímero) recordatorio de las condiciones de inequidad que dominan en el orbe, donde los habitantes de África, y en particular las mujeres, sufren condiciones de explotación y miseria intolerables, que el Ébola no ha hecho sino empeorar. Pero fuera de las consabidas campañas humanitarias, ningún político del Occidente rico —pero en crisis— se atreve a proponer una auténtica redistribución de la riqueza planetaria, ni siquiera en lo que respecta a alimentos y medicinas. Aunque nos ceguemos, todos somos cómplices de lo que ocurre en esa parte del mundo.
A la errática política estadounidense desde el 11-S se debe también el auge del Estado Islámico: no sólo un nuevo grupo terrorista, sino uno que aspira a sustituir al Estado allí donde vence: justo esa porción del Medio Oriente que en teoría fue rescatada para la democracia. Como en África, nada alienta las esperanzas en la zona, paralizada entre la dureza de Israel, la impotencia de Estados Unidos y la disfuncionalidad de los regímenes árabes. Otra vez: la hipocresía de unos y otros condena a millones —palestinos y árabes en su mayoría— a ser rehenes de unos cuantos.
Esa misma hipocresía reina incluso en la vida interna de Estados Unidos: la más antigua —y cacareada— democracia del planeta, muestra que la justicia continúa siendo distinta para blancos y negros, como prueban incidentes como los de Ferguson. Pero la derecha no cede un ápice: tras mantener el congreso y conquistar el senado, el Partido Republicano se erige como un muro contra cualquier cambio que pueda beneficiar a los negros, los hispanos o los más pobres.
En este marco, la orden ejecutiva de Obama para regularizar a cerca de 4 millones de sin papeles se publicita como un acto heroico, cuando no es sino la medida desesperada de un presidente cuyo legado no estará en sus reformas, sino en estos desplantes solitarios. El último de los cuales, la negociación con Raúl Castro para restablecer relaciones diplomáticas, constituye una de las pocas buenas noticias del año, si bien no conlleva nada cercano al fin del bloqueo o del autoritarismo que persiste en la isla.
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