EL UNIVERSAL
El pueblo que perdió la memoria
ROBERTO GIUSTI | EL UNIVERSAL
martes 9 de diciembre de 2014 12:00 AM
La desinformación total de los soviéticos, que no solo operaba frente al mundo exterior sino, en primer lugar, ante su propia historia, comienza a ser descubierta a finales de los años ochenta y principios de los noventa. Hasta entonces las sociedades de ese inmenso conglomerado de repúblicas carecían de nociones completas sobre los horrores del estalinismo. Valga decir que, si bien todos y cada uno de los pueblos integrados a esa unión, bajo el sello de la represión más absoluta, tuvieron su dosis de sufrimiento particular, nunca pudieron hacerse una idea global y sistemática del inmenso y continuado crimen cometido a lo largo de casi tres décadas en la inmensidad del territorio bajo su dominio. Baste mencionar que el "Archipiélago de Gulag", de Alexander Solzhenitsyn, donde se describe los horrores de los campos de concentración, fue publicado apenas en 1990, casi veinte años después que en Occidente.
El desconocimiento de la colectivización forzosa, las deportaciones masivas y la muerte de millones de personas, en sucesivas e implacables purgas, que no excluían a miembros de la nomenklatura, apenas si fueron subsanados, en parte, durante el paréntesis kruscheviano. De manera que no es sino con la Perestroika cuando comienza a develarse una sórdida realidad que demanda la dura tarea de la reconstrucción de la memoria para arrojar luces sobre el reciente pasado y los héroes desconocidos que enfrentaron la historia oficial y trataron de desenmascararla.
Comienza a conocerse, entonces, la existencia de escritores, muchos de ellos ya héroes post mortem, cuya vida resulta tan interesante como su propia obra, aun cuando en no pocos casos ambos elementos se funden en textos donde se rescata fragmentos de la memoria de los pueblos sometidos a la férula estalinista. Es un trauma inevitable, pero necesario para los soviéticos, descubrir su realidad en tiempo pasado, a través de una literatura que debió esperar largos años para salir de baúles, escondrijos y gavetas de gazmoños editores o directores de revistas temerosos de violentar la historia oficial. "Los Hijos de Arbat", de Anatoli Ribakov; el célebre "Réquiem", de Ana Ajamátova;"Vestiduras Blancas", de Vladimir Dudintsev o "Vida y Destino", de Vasili Grossman (esta última proscrita expresamente durante la era de Kruschev), son publicados en las revistas soviéticas, en una extraña competencia por resucitar a los muertos que anteriormente habían contribuido a matar.
Comienza a conocerse la amplitud, imaginación y eficacia con la cual se ejercía un poder aniquilador sobre la suerte, vida y muerte de millones de seres humanos en los más diversos ámbitos. Así, fueron barridos por discrepar del dogma, por oponerse al régimen, por una delación infundada, por señalar un error o por cualquier nimio detalle tenido por vicio pequeñoburgués e individualista, científicos, artistas, escritores, médicos, militares, policías, deportistas y, sobre todo, dirigentes que osaran o parecieran dispuestos a hacerle la menor sombra al padrecito Iósif. Pero las últimas piezas del rompecabezas soviético se desarmarán cuando el dogma como método y doctrina desaparezcan de las ciencias sociales, el último bastión tras el cual se atrinchera la ortodoxia soviética a comienzos de los noventa. Un ejemplo patético lo constituye el caso de Trofim Lisenko, "el científico descalzo" un agrónomo que, en nombre de la ciencia popular, enterró la genética soviética (de notables avances), persiguió a los genetistas (algunos murieron en manos de la KGB) y llevó a la URSS a la casi total devastación agrícola.
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