Por Leonardo Padrón | 15 de diciembre, 2014
Voy al canal de televisión donde he trabajado 18 años. Llevo el último capítulo de una telenovela. El final de una extensa faena. Antes era complicado conseguir puesto en el estacionamiento. Ahora, eliges dónde pararte. La gran edificación parece un pueblo abandonado. Como si una peste mortal hubiera arrasado con todo. No están los de siempre. Quedan rastros, más que rostros. En el pasillo central donde reinaban fotos de estrellas de la animación y la actuación ahora solo hay polvo, aire, demasiado espacio libre. Puedes caminar cinco minutos sin tropezarte con nadie. En una oficina, dos ejecutivos conversan sobre la partida de sus hijos al extranjero. “¿Y por qué no te vas con ellos?”, le dice uno al otro, con la sensación neta de que en ese sitio ya no cabe el futuro. Todas las conversaciones tienen una atmósfera de última vez. Antes, ese sitio era puro vértigo laboral, productores en carrera, cabinas de edición colapsadas, pautas de cuarenta escenas diarias, vestuaristas afanadas, cola en la sala de maquillajes, cantantes internacionales en los pasillos, actores en el apogeo de sus personajes, novelas en estreno, trajes olorosos a premier. Hoy: silencio, estudios vacíos, y todo reducido al remake de una vieja novela. Es el funeral del presente.
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Comentar que ibas de viaje a USA, en un tiempo no muy lejano, generaba una recatada lista de encargos: un teléfono inteligente, un iPod, un cargador. Hoy día la lista se desborda, aunque los encargos son mucho más modestos. Y desesperados. Hasta una de tus ex puede aparecer encomendándote su desodorante favorito. Es lo que pasa cuando somos una potencia en proceso (La Revolución dixit). Antes procuraba hacer tiempo para ir a Barnes & Noble, Best Buy, o a las extintas Borders y Virgin. Libros y discos, ese siempre ha sido mi Disney personal. Pero hoy la necesidad soslaya al placer. Debes resolver la emergencia: productos de aseo personal y medicinas, pues el gobierno venezolano no anda muy pendiente de la salud del hombre nuevo, ni de su pulcritud. Los nuevos templos del turismo son los CVS y Walgreens. Un must en la agenda de cualquier viajero criollo. Son los Farmatodo del Imperio. Orlando y sus parques temáticos deben esperar. La Orca del Sea World perdió el rating ante el acetaminofén.
Esta vez saldé la emergencia el primer día de mi viaje. Entré a la farmacia con un leve aire de emoción. Me aturdió la exuberancia de sus anaqueles. Recorrí los pasillos atiborrados de cosméticos con un cóctel de nostalgia y envidia. Y, de repente, una sensación de triunfo me invadió: había conseguido la marca de champú que mi mujer me encargó. Me sentí heroico. Le tomé foto a las opciones. Porque otros países tienen eso: opciones. Champú para cabello reseco, lacio, ondulado, brillante. El clásico, el reforzado, el de acción prolongada, el avanzado, el extremo. Con olor a melón, a rosa, a imperio. Para los tímidos, los ni ni, los fitness. Para daño extremo, para cuidado diario, para fortaleza instantánea. Por primera vez me fijé en los adjetivos de la industria cosmética, en su abrasiva versatilidad. Le mandé fotos a mi pareja: “¿Cuál de tantos?” Y su respuesta, vía whatsaap, fue dictada por la urgencia y la alegría: “Cualquieraaaaa!”.
Un “a lo que hemos llegado” me corrió por el idioma. La emoción de haber conseguido el vellocino de oro se transformó, a los quince minutos, en una viscosa humillación. Es vergonzosa la imagen de centenas de venezolanos convertidos en ávidos trashumantes por las farmacias del imperio, buscando solventar lo que la revolución ha convertido en cotidianidad: la carestía.
Salí del CVS con un resuello de sentimientos encontrados. Y con la certeza de que esa mosca en el ánimo no la espantaría fácilmente.
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En la víspera de una ciudad siempre hay un avión.
Hay dos tipos de pasajeros solitarios: los que se recluyen en sí mismo (mirada sedentaria, alergia a los grandes ventanales) y los que conducen los ojos como caballos de trote, de aquí a allá, posándose en cada rincón de la realidad.
En el avión, el hombre a mi lado no duerme, no come, no lee, no oye música. Solo se trenza las manos y clava los ojos en el piso. Se ajusta la camisa, se rasca la barbilla, le crece el cabello. Hace nada. Todo el tiempo. Nada. Está solo consigo mismo. Piensa tanto que hace ruido.
De pronto, me atraviesa con la mirada, como si le estorbara. Con un mohín me indica que afuera anda la luna, más cerca de lo debido, repleta. La contemplación de la belleza exige, en ocasiones, ser compartida. Intentas tomarle una foto. Pero la luna no permite que su magnitud sea replicada tan fácilmente. Lo comentas con el vecino. Pero ya está ahí otra vez, solísimo con él mismo. Sin mirar a nadie. A nada.
El pasillo del avión es una soledad indeleble.
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A veces puedo pasar más de una hora eligiendo los libros que me acompañarán en un viaje. Es una decisión clave. Calculo si se hastiarán de mí en el camino. En ocasiones hay alguno que nunca abro, pero me alivia saber que está a mi lado. Hay libros que comienzo a leer en un avión y jamás retomo. Como si su continuación solo estuviera destinada a un pasillo rodeado de nubes.
Los aviones se han convertido en mi mejor salón de lectura: sin internet, sin llamadas telefónicas, con la larga noche que aúlla detrás de las ventanillas a mil kilómetros por hora.
Esta vez viajan conmigo Vidas escritas de Javier Marías y Manual del Contorsionista de Craig Clevenger (la primera línea, un anzuelo: “Puedo contar mis sobredosis con los dedos de una mano”). Hasta que abrí las puertas de un libro feroz en su belleza, raro, rarísimo, La mujer desnuda, de Armonía Somers, la sorprendente uruguaya con olor a Djuna Barnes, Clarice Lispector y Onetti. Finalmente me aparejo con ella. Y vivo algo bastante parecido a una conmoción. Tenía años sin asomarme a una prosa así, tan anómala y hermosa. Temí que al bajar del avión el libro se volviera un recuerdo inaccesible.
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Miami desde el aire: un sereno mantel de luces rectas. Una ciudad que no conoce la palabra montaña.
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Una coyuntura me reunió con Delia Fiallo, la reina madre del género más popular en la televisión latinoamericana: la telenovela. Tenía casi diez años sin verla. A sus 90, exhibe una lucidez que parece haber vencido ese naufragio que es la vejez. Le comento de las exequias del género en el país que la acompañó a triunfar. Habla de Venezuela con dolor y sentido de pertenencia. Desde su sitial, inamovible, cuenta de los plagios que han cometido en tantas latitudes con sus tramas. Lo narra más como anécdota que rencor. Es como si cada argumento robado sólo corroborara su importancia. Delia es un pájaro. Ocupa un breve espacio físico, pero su aleteo imantó por décadas a millones de televidentes. Su tiempo es el de la historia.
Conozco esa misma tarde a Patricia Maldonado, la autora de Floricienta, toda una especialista en historias juveniles. Hablamos de gentilicios. De Argentina y Venezuela. Me cuenta que allá existe la misma división entre familias y amigos. Los kirchneristas y los oligarcas (¡cuántos oligarcas hay en el mundo!). Del control de divisas. De la compra de medios. De la creciente escasez de medicinas. “Nos estamos pareciendo tanto que ya la llaman Argenzuela”, me dice.
Chávez y Kirchner: dos pasillos que desembocan en el mismo fracaso.
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Menú único en la conversación de los viajeros venezolanos: la patria rota. El postre es puro desasosiego.
Cuando vuelves confirmas que el país y su crispamiento están escritos en los neones apagados de la ciudad capital. En el sobresalto de lo que puede pasar en la próxima esquina. En la mirada de las mujeres en cada cola. Pero ser ciudadano de un país es también una determinación: desacatar la tragedia que nos rodea, inventar otros titulares, ladearse para que quepan el ánimo y la posibilidad de redención.
Carestía es el segundo nombre de Venezuela. Escasean la comida, los remedios y la paz. Se achican la sensatez, los gestos de concordia y el apego a la justicia. Hay insuficiencia de rumbo. Anarquía en la brújula. Vidrios rotos en el mapa. Sobra desafecto y oportunismo. Es el momento estelar de los rufianes. Pero toda infamia amerita un capítulo final. La única carestía que no nos podemos permitir es la de la esperanza. Aunque la más de las veces es un pasillo oscuro, rodeado de nubes.
Las nubes suelen desplazarse. Con el viento. Eso dice la geografía. Se invita al público a dejar de ser público y convertirse en viento. Eso pide nuestra historia.
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Esta página vuelve en enero. Los buscará. Siempre en domingo. Mientras tanto, ensayemos la contraseña que dice “Feliz Navidad”.
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