Los medios y el ciudadano en Venezuela,
por Boris Muñoz
Texto publicado en The New Yorker
Por Boris Muñoz
| 31 de Agosto, 2013
Globovisión, el primer canal de noticias las 24 horas en Venezuela,
fue durante más de una década un medio crítico con el gobierno. Se
convirtió en el último santuario de las opiniones de la oposición
cuando, en el 2007, Hugo Chávez decidió no renovar la concesión de
transmisión de RCTV, el canal de televisión más antiguo y popular de
Venezuela. Por años, Leopoldo Castillo fue la cara de Globovisión, el
presentador del programa diario “Aló, ciudadano”. Fue un acérrimo
crítico del chavismo, la ideología asociada a Chávez, algo que lo
convirtió en la némesis del fallecido presidente y de su programa “Aló,
Presidente”. El 16 de agosto, Castillo sorprendió al público y a su
propio equipo de colaboradores anunciando en cámara su salida de
Globovisión, canal que dirigía desde finales de abril.
La despedida estuvo cargada de melodrama. Castillo, popularmente conocido como El Ciudadano, reprodujo “My Way”, la canción ícono de Frank Sinatra,
y caminó por el estudio despidiéndose personalmente de cada una de las
personas que trabajaban en el programa. Su invitado en este último
programa fue el conocido sociólogo Tulio Hernández, quien ha sido uno de
los críticos más prominentes del gobierno.
Desde que Globovisión cambió de dueños,
Castillo se convirtió en el representante del esfuerzo del canal por
ofrecer una línea editorial más sutil, sin debilitar su posición
crítica. El canal ya había atenuado el tono de su programación y había
sacado del aire a sus rostros
más controversiales. Entonces, el presidente de Venezuela, Nicolás
Maduro, acusó a Globovisión de conspirar contra el país.
No está claro si Castillo renunció
voluntariamente o si fue forzado a hacerlo, pero se especuló ampliamente
que la acusación de Maduro había originado su salida. Tan pronto como
Castillo anunció su renuncia, le siguieron otros: desde los narradores de noticias del prime-time,
hasta el vicepresidente. Estos eventos marcaron el fin de una era de
guerra mediática entre el gobierno y la oposición. También parece
representar una disminución de los medios
a través de los cuales se pueden expresar las voces disidentes en
Venezuela y facilita al gobierno el establecimiento de lo que los
estrategas chavistas de la comunicación llaman “hegemonía mediática”, lo
que se traduce como la imposición de la verdad oficial.
El gobierno de Venezuela, al igual que
sus partidarios en el exterior, sostienen que la libertad de prensa está
en auge en Venezuela: afirman que los medios de comunicación privados
superan en número a los medios del gobierno y la mayoría de ellos
defienden a la oposición. Esto es una verdad a medias. En realidad, tan
pronto como Chávez llegó al poder, tomó a los medios como su campo de
batalla. En abril de 2002, en medio del más intenso periodo de
confrontación entre la oposición y el gobierno, los dueños de los medios
de comunicación apoyaron activamente un golpe de Estado en contra de
Chávez, creando un apagón de los medios. Las pantallas de los canales de
televisión más importantes mostraron dibujos animados y algunos
periódicos de alcance nacional no circularon. Esto evitó que el público
se enterara sobre lo qué estaba pasando en el país y el paradero del
presidente. Por eso Chávez intensificó la confrontación, invirtiendo
grandes sumas de dinero en un sistema de medios estatales en los que
pudiera transmitir los éxitos de su gobierno y hacer contrapeso a la
prensa contrarrevolucionaria.
Estas inversiones estuvieron acompañadas
de una serie de medidas de contención. A través de Jimmy Carter, el
antiguo presidente de Estados Unidos,
Chávez forjó un pacto de no agresión con Gustavo Cisneros, un poderoso
magnate de los medios que es dueño de Venevisión, un canal de televisión
y el hombre más rico del país. También reformó las leyes que regulaban
las comunicaciones y su contenido, con fines de mantener el control
sobre los medios. Tras bastidores, promocionó la autocensura para
neutralizar a los más molestos presentadores de radio y televisión, como
los periodistas César Miguel Rondón, Marta Colomina y Nelson Bocaranda,
entre otros. Globovisión se convirtió en el único radical libre.
Globovisión, de proporciones regionales,
era una operadora pequeña en comparación con las estaciones de
televisión nacional. Su señal sólo alcanzaba tres ciudades del país y
tenía sólo una reducida fracción de televidentes. Pero su estatus como
último bastión de la oposición le dio una influencia desproporcionada.
Sin embargo, en los últimos años, las
autoridades aplicaron fuertes multas a Globovisión por transmitir
contenido que, según ellos, motivaba a la desobediencia civil y violaba
la ley de responsabilidad social para medios de comunicación. Eso,
sumado a la hostilidad abierta del gobierno, la hizo “no viable
financieramente”, de acuerdo con su dueño anterior, Guillermo Zuloaga, y
eso lo forzó a vender.
Chávez odiaba a los poderosos dueños de
los medios. Los atacó con su devastadora oratoria, tratándolos como
bulliciosos apéndices de la oligarquía económica y como cuarteles
generales de la oposición, ambos adversarios de su proyecto
revolucionario. Pero nunca fue tan lejos como han hecho sus sucesores,
con agresivas “take-overs” de los medios privados que aún no se han
alineado con el gobierno.
En abril, un grupo de empresarios compró Globovisión por sesenta y ocho millones de dólares. Estos hombres son considerados boliburgueses
—miembros de la burguesía bolivariana— por sus lazos cercanos a altos
funcionarios del gobierno. Este precio fue mucho más alto que el valor
real del canal si se considera, al menos formalmente, que está condenado
a morir. Su licencia operativa vence el 2015 y es poco probable que
Maduro la renueve, dadas sus opiniones sobre el canal.
Los nuevos dueños hicieron cambios
drásticos. En los últimos tres meses han sacado del aire programas que
de manera frontal criticaban al gobierno. Castillo sobrevivió a esta
primera purga. En junio me invitó a su programa y durante una de las
pausas comerciales me dijo que no iba a cambiar su estilo y se iba a
mantener crítico y pluralista tanto tiempo como pudiera.
Desde su renuncia, Castillo no ha dado
entrevistas ni ha clarificado sus motivos. Al principio de la semana, le
mandé un tweet preguntándole su opinión acerca de la controversia
alrededor de su renuncia. Su respuesta un minuto después fue, “Gracias
no voy a decir nada ahora. Estoy fuera de juego. Gracias”.
Insistí en preguntarle sobre los rumores
que andaban por todas partes que decían que todo era un montaje y que
pronto regresaría a Globovisión. Él contestó, “No hay duda. No voy a
volver”. Luego respondió, “Todo en lo que pienso ahora es en tomarme un
descanso. Han sido muchos años y mucho estrés”.
La caída de Globovisión no se limita a
Castillo, los narradores de noticias y los periodistas. El domingo
pasado, Moisés Naim —un economista, antiguo editor de Foreing Policy y uno de los intelectuales más influyentes de Venezuela— anunció que su programa El Efecto Naím
no volvería a transmitirse por Globovisión. Naím me dijo que “la
decisión de Globovisión de cancelarlo ilustra tres amplias tendencias
que trascienden a Venezuela y a mi programa. La primera. los gobiernos
no-liberales están tratando de reprimir las voces independientes
mientras intentan mantener una fachada de libertad de expresión. La
segunda: está creciendo la confianza en la intimidación económica y en
los incentivos económicos de los gobiernos para inducir a los medios
‘privados’ para autocensurar ‘espontáneamente’ el contenido que pudiera
ofender a las autoridades. Tercero: este truco se ha hecho
increíblemente difícil de ejecutar. Para ilustrarlo, mientras que mi
programa ya no será visto en Globovisión, todavía puede ser visto en
Venezuela pues dos canales de cable lo transmiten al país y también
puede ser visto por internet”.
Muchos periodistas en Venezuela han
criticado el estilo polarizado de Globovisión, pero esto parece menor,
comparado con las consecuencias que trajo su venta. Tulio Hernández, el
sociólogo que apareció en el último programa de Castillo, me dijo: “bajo
el comunismo, no había problema con la libertad de prensa porque la
prensa representaba al Estado. Tampoco hay problemas bajo las dictaduras
porque los medios están censurados. En las democracias, la libertad de
prensa es una lucha diaria. Pero un régimen petrolero neo-autoritario
oscila entre esas tres posiciones. También pueden hacer lo que hacían
las oligarquías en las democracias primitivas: usar a los empresarios
como frentes para comprar la libertad de prensa. El objetivo común es
aniquilar la experiencia de la pluralidad in las comunicaciones”. ¿Y
quién pierde todo en esto? El ciudadano.
***
Traducción: Rodrigo Marcano. Texto publicado en The New
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